Vivimos un tiempo en el que lo material se desvanece. Las fotos ya no se revelan, los libros no se imprimen, el dinero no se toca. Todo se traduce en datos, en bits que flotan en nubes ajenas. Esta desmaterialización, que a primera vista puede parecer sinónimo de comodidad, eficiencia o progreso, conlleva un precio oculto: nuestra privacidad y, con ella, una parte esencial de nuestra libertad.

Cuando toda nuestra vida se digitaliza —nuestras comunicaciones, relaciones, recuerdos, movimientos y pagos—, dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en perfiles de datos. En nombres dentro de una base, en patrones de consumo, en objetos estadísticos. Nuestra historia, que antes se perdía en el olvido o quedaba en lo íntimo, ahora es accesible, escaneable, vendible.

Los pagos electrónicos, por ejemplo, no solo nos facilitan la vida: también generan rastros, mapas de comportamiento que permiten saber dónde estamos, qué hacemos, cuánto gastamos y en qué lo hacemos. Y si el dinero deja de ser físico y se convierte únicamente en un apunte digital, el control externo sobre nuestras acciones se multiplica. En este nuevo escenario, la autonomía del individuo se erosiona: ya no decidimos qué mostrar; lo mostramos todo sin querer.

Las empresas privadas, convertidas en nuevas autoridades sin rostro, monetizan nuestros datos sin nuestro consentimiento real. Las cookies no son dulces. La geolocalización no es solo para saber si llueve. Cada «me gusta», cada búsqueda, cada silencio se transforma en información de valor económico. Información que se intercambia, se trafica y se explota.

Y por si esto fuera poco, los Estados también se convierten en actores activos de esta vigilancia masiva. Bajo el pretexto de la seguridad, el fraude o la eficiencia fiscal, se normaliza el acceso y cruce de datos personales que antaño habrían requerido una orden judicial. Hoy pueden saber si tienes multas sin pagar, si viajas demasiado, si tienes deudas, si participas en ciertos foros o votas de determinada manera. Lo saben todo. O casi todo. Pero lo suficiente para marcarte, limitarte o incluso sancionarte.

El individuo se convierte así en una entidad vulnerable, rastreable, predecible y manipulable. En una especie de mercancía digital. Y cuando eres mercancía, dejas de ser sujeto. Ya no eres tú el que usa la tecnología; es la tecnología la que te usa a ti.

Esta nueva realidad plantea una cuestión fundamental: ¿Estamos dispuestos a renunciar a nuestra privacidad y libertad a cambio de la aparente comodidad de lo digital? ¿Podemos encontrar un equilibrio entre el uso de herramientas tecnológicas y la preservación de nuestro espacio personal, ese reducto que nos hace verdaderamente humanos?

Es urgente abrir este debate, no desde el catastrofismo, sino desde la conciencia crítica. Porque la digitalización no es mala en sí misma. El problema surge cuando se convierte en un mecanismo de vigilancia y control, en vez de ser un instrumento de emancipación.

La libertad no debería tener un botón de «aceptar condiciones».