Todavía hay un lugar.

Un lugar intacto, donde las manos tiemblan, pero crean. Donde la mente divaga sin algoritmos que la encaucen. Un espacio donde las ideas no se predicen, simplemente suceden.

En un mundo donde la tecnología avanza a la velocidad de la luz y la inteligencia artificial dibuja mapas de casi todo, aún persiste un rincón que le es inaccesible: el territorio salvaje de la creatividad humana. Ese que no se mide, no se optimiza, no se copia.

La chispa que enciende una idea irracional, un trazo imperfecto, una palabra fuera de lugar que resulta ser, precisamente, la correcta. Eso sigue siendo profundamente humano. Es un pulso que las máquinas pueden intentar imitar, pero nunca habitar.

La creatividad sin tecnología no es nostalgia, es resistencia. Es recordarnos que no todo lo valioso debe ser eficiente, que lo bello no siempre es lógico, que la esencia de crear —de verdad— sigue teniendo un aroma humano que no se puede programar.

Todavía hay un espacio. Y sigue siendo nuestro.